¡Presos políticos, libertad!
Por: comité Unidad y acción por la libertad de los preso políticos de Atenco
Contacto: porlospresodeatenco@gmail.com
Por Antonio Álvarez
En nuestro tiempo hay una creencia sorprendentemente extendida, a pesar de su completa arbitrariedad, en la identidad entre la neutralidad política y la objetividad científica, que no es sino la indiferencia por el género humano elevada a criterio de cientificidad: en esta presunción se basa el crédito que pueda darse a la opinión de cualquier persona sobre un asunto dado. En un conflicto social, por ejemplo, suele tomarse más en serio la opinión de un tercero que la de los partidarios de uno u otro bando, suponiendo que es más “objetiva”, y se ve a esta persona como a alguien sensato que, a diferencia de quienes luchan, no se aferra a su punto de vista y, en cambio, permanece abierto a escuchar a los demás, lo cual puede bien ser cierto, o no. Pero esto pasa incluso en las discusiones científicas: quien opina que ambas partes tienen algo de razón, pero se “cierran” a escuchar lo que tiene de cierta la postura contraria, es tomado también como una persona seria y honesta. De esa manera, se habla de “ideas sesgadas” de uno u otro lado, y de opiniones “mesuradas” sobre tal o cual asunto. Y tan fuerte es esta creencia que no pocos escritores y periodistas viven de opinar exactamente eso sobre cada asunto de moda, y ciertamente se han ganado con ello el respeto de muchos. En el presente ensayo me propongo demostrar la peligrosidad y el nihilismo de esta presunción.
fría y desapegadamente nuestro destino
Si bien el estudio científico de la naturaleza debe abstraer los deseos y las aspiraciones personales del investigador, y atenerse a lo que se observa, en las ciencias sociales de lo que se trata es precisamente de lo que deseamos y de aquello a lo que aspiramos, por lo que estudiar el comportamiento de la sociedad como si uno estuviera del otro lado del cristal que lo separa de un invernadero, es irracional por principio, aún si las leyes que se encontraran con eso resultaran corresponder con el movimiento real.
Pero ésa no es una exigencia meramente ética, sino también metodológica: las leyes del mercado y de la historia no son algo dado, como las leyes de la física, sino que son puestas por nosotros mismos: Son un trenzado de nuestros millones de actos individuales realizados sin ningún concierto ni responsabilidad; un gran movimiento único generado por todos nuestros actos individuales, pero que ha salido de nosotros y se nos presenta como una fuerza ajena y que se moviera de acuerdo con una naturaleza propia, y según sus propias leyes. Esas leyes pueden ciertamente ser investigadas de un modo científico, pero se entiende de suyo que lo único sensato con ello sería buscar la forma de detener ese movimiento, para poner el rumbo de nuestro barco en nuestras propias manos, y no para describir con precisión —como quieren hacer los científicos sociales de hoy en día— la velocidad a la que nuestro barco está siendo arrastrado, la regularidad con que es volcado por las olas, el ritmo en el que poco a poco estamos haciendo agua, la estadística de los que se lanzan por la borda cada tanto tiempo por la desesperación.
Quiero decir con eso que la esencia que se oculta detrás de los fenómenos sociales —la cosa en sí de los fenómenos sociales, a la que hay que llegar por medio de la investigación— no son las leyes exactas de nuestro movimiento ciego, sino el ser humano mismo, preso de la inercia producida por su propio movimiento, y libre en todo momento de detenerla y de tomar de nuevo el barco en sus propias manos, y evitar el barranco, e ir a donde le plazca, para siempre. Por tanto, la solución del problema de las ciencias sociales sólo puede ser práctica.
Quien debe voltear a verse a sí mismo como a un objeto misterioso al que debe estudiar, pues su comportamiento le es ajeno e impredecible, es quien se ha perdido; una sociedad que debe formar concienzudamente historiadores, sociólogos, economistas, psicólogos, etcétera, para que le expliquen lo que está haciendo y lo que va a hacer; qué fines persigue y qué trabas piensa ponerse a sí misma, es una sociedad que ha perdido radicalmente el control de sí misma, al grado —precisamente— de tener que investigar lo que está haciendo, las decisiones que ha tomado y las que seguirá tomando.
El objetivo de las ciencias sociales no puede ser simplemente pronosticar los muchos sufrimientos que nos aguardan siguiendo las tendencias actuales, sino contribuir a la destrucción de ese movimiento ciego y a la instauración del movimiento deliberado y consciente del género humano, que no podrá volverse nunca objeto de estudio para nadie por ser la emanación misma de nuestra voluntad; es lo que nos dé la gana que sea (Dentro, se sobrentiende, de ciertas limitaciones técnicas).
El descubrimiento de la verdad que subyace oculta detrás de la infinidad de cosas que vemos en el mundo natural sería una revolución profunda de nuestro pensamiento, pero el mundo seguiría siendo el mismo después de nuestros descubrimientos: las estrellas y los planetas continuarían el curso de su movimiento indiferentes al hecho de que hayamos develado sus secretos. En cambio, la comprensión de la esencia del objeto de estudio de las ciencias sociales coincidiría necesariamente con la desaparición tanto de dicho objeto como de dichas ciencias. Y dicha comprensión sólo puede concebirse como acto revolucionario: como reapropiación de las fuerzas sociales que han salido de nuestro control, y que pasarían entonces de tener que ser estudiadas a ser abolidas. Las leyes de la sociedad son un objeto sumamente curioso, pues su esencia oculta es el observador mismo, y la investigación no puede llegar a dicha esencia sino destruyendo su objeto, perdiendo con ello su razón de ser, y reconciliando al sujeto consigo mismo radicalmente. Eso es lo que Marx llamaba “superación de la filosofía”, no al fin de toda reflexión, sino a que la humanidad vuelta a la sensatez deja de especular lo que es y lo que hará.
Ahora bien, de todo lo anterior no se desprende que los partidarios de la transformación social deban dejar el estudio de la sociedad, sino más bien que deben hacerlo desde otro enfoque, y buscando cosas distintas. Si para nosotros las leyes de la sociedad no son algo dado, sino puesto por nosotros mismos, eso nos obliga a preguntarnos, en primer lugar, en qué momento nuestra fuerza social se enajenó de nosotros y se volvió esa fuerza exterior cuyo movimiento debemos estudiar, y en segundo lugar, a dónde nos está llevando esa inercia, y qué posibilidades de cambio abrirá en su propio movimiento ciego, así como qué posibilidades tenemos de influir en su andar, y eventualmente de detenerlo y recuperar el manejo de nuestra sociedad. Es decir que si las ciencias sociales modernas parten de las leyes de la sociedad actual como de algo dado, nosotros debemos investigar —a partir, claro, de los hallazgos de la historia, la economía, etcétera— su origen, su desarrollo y posible final. Más aun, la tendencia intrínseca de dichas leyes hacia su propia transformación en otras, hacia su desaparición, o bien hacia la destrucción de nuestra especie, siempre con miras razonablemente políticas y revolucionarias a la detención del movimiento ciego y la instauración del movimiento deliberado y consciente.
Y nada es más justificado que querer estudiar las leyes del movimiento social independientemente de las opiniones del investigador. Después de todo es evidente que muchos estudiosos de la sociedad, e incluso de la naturaleza, pierden objetividad por aferrarse a sus puntos de vista y simpatías partidarias, de modo que parece bastante sensato querer hacerlas a un lado para ponernos de acuerdo, objetivamente, en lo que de hecho puede observarse. Pero el punto es que si pudiéramos quitar de nuestra mente toda ideología y todo sesgo ideológico no quedaría en ella la simple indiferencia, ni tampoco la neutralidad ante todo conflicto social o científico, sino el pensamiento más serenamente radical: la exigencia sencilla de desmantelar por completo todo este teatro; de descartar todos nuestros anhelos y creencias y ponernos de acuerdo para dar orden a nuestro mundo, e investigar juntos, como si fuera el primero de los días, qué estamos haciendo aquí, girando en una pequeña piedra al rededor de este mar de estrellas en medio de la nada.
Para concluir, las ciencias sociales deberían librarse definitivamente de ese sesgo ideológico que es la llamada neutralidad política, y volverse espacios de diálogo verdaderamente democrático y abierto sobre la forma de dar orden y armonía al mundo humano. Me refiero a que el estudio de las leyes de la deriva a la que vamos no puede ni debe ser frío ni desapegado; que debe asumir la responsabilidad política de ayudar al mundo a detener esa deriva y a reconducir nuestro barco, ahora sí democráticamente, hacia donde dicte nuestro deseo. Ya nunca nada más que nuestro deseo.